Los ojos de Ernesto

Viernes 25 de julio de 2014

Bastó que naciera para que empezara a recorrer un sendero sin final en el que la muerte no es sino una escala menor porque aún desde la ausencia, el Ché sigue multiplicándose: el intelectual lo admira, los jóvenes idealistas lo endiosan, los medios, al difundirlo entre los vanos intereses humanos aumentan su figura; los televisores propagan el rostro barbado de mirada inflexible, cauta y desconfiada. Las radios, su voz, su mensaje, y la descarriada internet, ambos soportes en estampida.
Biógrafos e historiadores han poblado anaqueles de las bibliotecas con sus libros ajados por el uso, subrayados, resaltados, y ostentan el liderazgo de las consultas. Ernesto Guevara, argentino-cubano, se empeñó con cuanta arma (palabra o fusil) tuvo al alcance de la mano en combatir al imperialismo mundial.
El término “guerrilla” no lo agota. Sabedor de una verdad, profanador de las jugadas del contendiente invisible - que pocos ven tras los cristales empañados del utilitarismo material - el Ché emerge cada mañana como si fuera eterno como el sol americano.

En la lejana Cuba dan testimonio de su singular pasión por la independencia, en Bolivia se pierden los rastros que han borrado el cipayismo, esa forma abonimable de heroísmo, interrumpiendo esta fase e inaugurando infinitas variantes, a esta altura incontrolables.
Desde entonces flamea en todas las banderas rebeldes anticonformistas y más allá de los diarios de viajero o del tatuaje nos interesa una tarde en su vida. No la tarde en que pisó Bolivia inaugurando un episodio ni cuando la suela del borceguí dio con el terrón y los yuyos, o la del plan del día siguiente siguiendo la estrella que lo guíaba, ni siquiera cuando filió su cargador (tomando conciencia de muerte) o cuando se distrajo en altos temas mientras veía ascender el humo de su habano. Hubo una tarde, la tarde de la foto de Korda, en la que intuyó, no podía asegurarlo, que no moriría en la memoria del pueblo.

Aguará-í